sábado, 10 de octubre de 2015

RECUERDOS DE UN PINTOR

Escribir sobre la tristeza y sobre todo aquello que nos perturba siempre debe hacerse en pequeñas dosis.  Como un analgésico, es una acción que calma ese extraño sentimiento de dolor que perdura en lo más profundo de nuestra consciencia. A quién más y a quién menos la intensidad de ese dolor logra desequilibrar a las mentes de la manera más insospechada.

Hoy quiero escribir sobre esas mentes sensibles, esas que sufrieron el duro trance de tener que vivir momentos difíciles y angustiosos. La enfermedad y la muerte de familiares tan cercanos como los padres y los hermanos desembocan en un camino de soledad que se torna enrarecida; el polvo de ese camino no hace más que ahogarnos de por vida. Miedo al descubrir el lado más oscuro de la muerte, temor al comprobar que las sensaciones se convierten en  torbellinos de ansiedad, al sospechar que el dolor inicia una gigantesca espiral hacia la sinrazón y la incoherencia; directa a los indicios de la locura.


Quisiera referirme hoy a un pintor noruego que pasó por la situación que acabo de exponer. Vivió entre los siglos XIX y XX y murió en tiempos de  una trágica guerra mundial. Hoy recuerdo a Edward Munch, un artista que perdió a su madre a los cinco años, que vio morir a su hermana enferma a los catorce; que sufrió las obsesiones y el extraño carácter de su padre. Mi escrito de hoy es para recordar a un hombre que abandonó la carrera de ingeniería para dedicarse al Arte y la Pintura; para plasmar en sus cuadros todo un universo de tristes vivencias, imágenes de extrema expresión fijadas entre trazos y líneas gruesas que intencionadamente flotaban entre simbólicos colores. Un pintor hundido en la nostalgia, en el miedo, en la ansiedad, en una personalidad conflictiva y desequilibrada. Un hombre  dotado de extrema sensibilidad y convencido de que, según afirmaba, no pintaba lo que veía: pintaba lo que recordaba.

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