Escribir
sobre la tristeza y sobre todo aquello que nos perturba siempre debe hacerse en
pequeñas dosis. Como un analgésico, es
una acción que calma ese extraño sentimiento de dolor que perdura en lo más
profundo de nuestra consciencia. A quién más y a quién menos la intensidad de
ese dolor logra desequilibrar a las mentes de la manera más insospechada.
Hoy
quiero escribir sobre esas mentes sensibles, esas que sufrieron el duro trance
de tener que vivir momentos difíciles y angustiosos. La enfermedad y la muerte
de familiares tan cercanos como los padres y los hermanos desembocan en un camino
de soledad que se torna enrarecida; el polvo de ese camino no hace más que
ahogarnos de por vida. Miedo al descubrir el lado más oscuro de la muerte,
temor al comprobar que las sensaciones se convierten en torbellinos de ansiedad, al sospechar que el
dolor inicia una gigantesca espiral hacia la sinrazón y la incoherencia;
directa a los indicios de la locura.
Quisiera
referirme hoy a un pintor noruego que pasó por la situación que acabo de
exponer. Vivió entre los siglos XIX y XX y murió en tiempos de una trágica guerra mundial. Hoy recuerdo a Edward
Munch, un artista que perdió a su madre a los cinco años, que vio morir a su
hermana enferma a los catorce; que sufrió las obsesiones y el extraño carácter
de su padre. Mi escrito de hoy es para recordar a un hombre que abandonó la
carrera de ingeniería para dedicarse al Arte y la Pintura; para plasmar en sus
cuadros todo un universo de tristes vivencias, imágenes de extrema expresión
fijadas entre trazos y líneas gruesas que intencionadamente flotaban entre simbólicos
colores. Un pintor hundido en la nostalgia, en el miedo, en la ansiedad, en una
personalidad conflictiva y desequilibrada. Un hombre dotado de extrema sensibilidad y convencido
de que, según afirmaba, no pintaba lo que veía: pintaba lo que recordaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario