Hace
ahora doscientos años, en 1815, tuvo que marchar de su casa la pintora y
retratista Louise Elisabeth Vigée ante el conflicto bélico entre franceses y
prusianos. Ella se trasladó a París, tenía sesenta años y disponía en su haber
una gran cantidad de vivencias que halló en su mundo profesional dedicado al
arte de la pintura.
De
joven trabajó para la corte real francesa, huyó de la revolución francesa, viajó
y residió en Italia, Austria, los Países Bajos, Rusia, Inglaterra… Conoció a reyes
y reinas, a miembros de la nobleza, a intelectuales, banqueros y cardenales… Y
aún así, ya desde que hubo tomado los pinceles siendo una niña, hasta ese
momento se mantuvo fiel a su forma de ser y de pintar, inmersa en una dignidad
humilde y natural, Era prudente y cuidadosa, amable y minuciosa, dulce y
exquisita, segura y elegante. Y además, al ver sus autorretratos, descubrimos
que también era muy guapa.
Tras
de sí iba quedando su obra magistral, sus bellos cuadros, uno a uno, llenos de
idealismo, de encanto, de colores claros y suaves, de refinamiento. Luisa Vigé
continuó dibujando y pintando, en París. Vivió más de ochenta años y terminó
publicando sus memorias. En ellas da detalle de momentos preciosos y duros de
su vida, desde el amor hacia su hija, hasta la decepción por su marido o la
negativa de los miembros de la Academia Real de Pintura para aceptarla.
Sobrevoló con su talento aquella fascinante época del siglo XVIII, entre el
neoclásico y el romanticismo.
Y
hoy, como he comentado al principio, doscientos años después de aquellos días,
tenemos la gran suerte, la gran oportunidad de ir a ver en vivo gran parte de
su trabajo que se expondrá en el Grand Paláis de París, hasta el próximo 11 de
enero de 2016.